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EN TORNO A LA "LEY DE EXTRANJERÍA" (Javier de Lucas).

Después de una rocambolesca evolución en el ámbito parlamentario: debates consensuados durante un año y medio y negativa final unilateral del Partido Popular a suscribir sus contenidos, la Ley de Extranjería se aprobó finalmente el pasado 2 de febrero con la oposición frontal del partido que iba a gobernar, muy poco después, con mayoría absoluta. Tras una aplicación desganada, que ni siquiera ha incluido el esbozo del preceptivo Reglamento, el gobierno español acaba de difundir una propuesta de reforma de la Ley, que supone una vuelta a los planteamientos más restrictivos y policiales respecto al problema de la inmigración, aproximándose nuevamente a lo que el parlamentario de Nueva Izquierda, López Garrido, calificara como "racismo institucional". El debate sobre esta cuestión, decisiva para aplicar (o variar de sentido) las raíces de la democracia y los derechos humanos vuelve a quedar abierto.

La aplastante victoria del Partido Popular en las pasadas elecciones legislativas españolas hacia previsible, entre sus efectos colaterales, un cambio de la ley orgánica 4/2000, la mal llamada "Ley de Extranjería", más a corto que a largo plazo. Desde el partido del gobierno se afirma la conveniencia de que los grupos que ya colaboraron parlamentariamente con el Gobierno en la anterior legislatura -CiU y CC- contribuyan a definir una "profunda reforma de la ley que constituya una auténtica mejora Por otra parte, representantes de partidos políticos, sindicatos -en particular CCOO-, organizaciones no gubernamentales -como SOS Racismo-, y asociaciones de inmigrantes -la más activa ATIME-, han insistido hasta la saciedad en la necesidad de oponerse a la modificación de la ley, al mismo tiempo que exigen su escrupuloso cumplimiento mientras se encuentre en vigor. Sin embargo, también se abre camino entre este segundo sector la idea de que es mejor pactar cambios y contribuir a definirlos, que tener que aceptarlos por imposición de la mayoría parlamentaria.

Un debate confuso.
La primera causa de confusión en el debate sobre la ley podría parecer sólo terminológica pero, como no pocas de las que tienen esa apariencia, es mucho más seria. Me refiero a la identificación que propicia la ley, aparentemente inocente pero en todo caso errónea, de los ámbitos de inmigración y extranjería. Todos sabemos que los destinatarios de la ley no son básicamente los extranjeros, si es que tiene sentido seguir utilizando esa categoría como homogénea. Ni la ley de 1985 ni la actual persiguen otro objetivo que regular los flujos migratorios de procedencia extracomunitaria y acomodarlos a las exigencias de nuestro mercado de trabajo, con la mira puesta en dos objetivos expresamente declara dos por la UE como prioritarios en materia de inmigración desde la presidencia austríaca de 1998 a saber: el control de los irregulares -la inmigración clandestina- y la reducción del reagrupa miento familiar, aunque hay que reconocer que desde la cumbre extraordinaria de Tampere comenzaron a apuntarse otros dos que serian más comprensivos la integración y el codesarrollo. Dicho esto, hay que reconocer que las modificaciones de la legislación de extranjería, asilo y refugio son el instrumento más socorrido en todos los países de la UE en materia de inmigración. Un segundo y muy importante factor de confusión fue el cambio de posición del Gobierno (y luego de su grupo parlamentario) en la fase final de la tramitación de la ley -en el Senado también cambió su posición el grupo parlamentario de CiU, aunque luego rectificó-'--, que propició ese estado de incertidumbre en buena parte de la opinión pública acerca de las buenas razones a favor o en contra de la que no se sabia bien si se trataba de una ley reformista, progresista, o incluso desmesuradamente progresista. Por si faltaba algo, la difusión de los informes demográficos de la ONU y de la propia UE, acerca de la evolución a la baja de la pirámide demográfica en Europa y su repercusión sobre la sostenibilidad de las políticas públicas en Europa en los próximos 50 años añadieron más dificultad al análisis (aunque hay que reconocer que se trata de informes discutibles.
Poner todo el énfasis en la inmigración como remedio a la caída demográfica, o a la necesidad de población activa de cara al sostenimiento de lo que ahora se llama "sociedad del bienestar" significa, en mi opinión, volver a reducir la inmigración a la categoría de mera herramienta. Y el sentido y alcance de los flujos migratorios, su capacidad de transformación de nuestra visión del mundo, sobre la que va a producir un auténtico desplazamiento como insiste Sami Nair, es mucho más profunda que todo eso.
Además, esta ley, por su complejo desarrollo, exige una voluntad política decidida a su favor y, en este sentido, es evidente que las interpretaciones restrictivas propuestas por el Ministerio de Interior a propósito del derecho a asistencia letrada de los indocumentados obligan a ser prudentes. Pero, para ser justos, no se puede dejar de constatar que el comienzo de la regularización vio las primeras iniciativas del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales y de las Delegaciones de Gobierno para ofrecer información clara a los inmigrantes y transmitir un mensaje de tranquilidad y accesibilidad de ese proceso a todos los posibles interesados que cumplan los requisitos de la norma.
Finalmente, la evolución de los acontecimientos en El Ejido (sin olvidar que hay en potencia muchos otros casos como ese) es otro elemento que hace dudar. No sólo se trata del hecho, difícilmente eludible, de que el conflicto se deba en buena medida a la falta de previsión y respuesta adecuada por parte de la Administración -de todas: central, autonómicas, locales- frente a las denuncias reiteradas por parte de expertos y de ONG's. Parece que, desaparecida la presión mediática provocada por los incidentes xenófobos y racistas, y cubierta la apariencia de actuación de los poderes públicos (viajes, reuniones y acuerdos publicitados ante la prensa), no se acaban de poner los medios que se prometieron como solución, Según han denunciado buena parte de los inmigrantes y de las asociaciones que trabajan con ellos. Eso evidenciaría una voluntad de hacer política con la inmigración, en lugar de política de inmigración, una tentación casi omnipresente.

Lo que convendría reformar.
La razón fundamental para apoyar la reforma de la ley es que ésta es una herramienta insuficiente para responder a los desafíos que plantea la inmigración. El punto de partida es muy sencillo: ninguna ley de extranjería es suficiente para alcanzar tal propósito, aunque se trate de un instrumento técnico irreprochable (y ésta no lo es), orientado primordialmente a objetivos de garantía de derechos y de integración social.
Lo peor de los eventuales riesgos que provocaría esta ley no - vendría del exceso, es decir, del tan cacareado "efecto llamada", - sino, por el contrario, de aquello en que se queda corta, del riesgo de pensar que con la ley ya están puestas todas las condiciones para la solución, y por tanto sólo quedan cuestiones de detalle, de aplicación. La realidad es muy otra. Los problemas no han hecho más que empezar, y confiar casi exclusivamente en las bondades de la ley 4/2000 para hacerles frente es un error, como trataré de apuntar, aunque es necesario reconocer que esta ley, sin duda insuficiente, no es superflua. Ante todo, porque supone cierta variación en la hasta ahora monótona óptica policial/securitaria y laboral, al apostar por la integración tal y como - lo reconoce el cambio de título. Esa conciencia de la necesidad de ofrecer elementos de integración social es la mejora más importante respecto al espíritu de la vieja ley. Junto a ella, el reconocimiento de derechos (artículos 3 a 20), la proclamación de la lucha contra la discriminación (artículos 21 y 22), el ajuste de las decisiones administrativas a las exigencias del Estado de Derecho (artículos 25 y 56, por ejemplo), son su principal haber. ¿Qué es, entonces, lo que debería revisarse? Lo resumiré en cuatro objetivos que la ley no hace posible alcanzar por déficit de su concepción y articulado:

1. Tomar en serio la integración. El objetivo de la integración queda muy lejos, hasta el punto de que puede decirse que, aunque lo proclame, la ley no se lo toma suficientemente en serio, no es coherente con él. Las razones fundamentales son, de un lado, cierta confusión acerca de lo que significa integración social de los inmigrantes. De otro, una comprensión, a mi modo de ver, incorrecta de la relación entre integración social y derechos.
Como han señalado en sus trabajos Alvarez Dorronsoro, Delgado o Giménez, la integración social es un concepto complejo que no debiera identificarse con integración cultural y que no puede describirse en los términos unidireccionales que sugieren que el anfitrión ingiere al de fuera permaneciendo inalterado. Estamos hablan do de procesos de interacción, de adaptación mutua, que exigen cambios de ambas partes y que harán crecer la pluralidad. La imagen de una sociedad de acogida que "integra" a los de fuera, permaneciendo igual a sí misma -como el cristal atravesado por la luz, como en la concepción inmaculada- es, por encima de un mito, un error, salvo que se imponga el modelo de asimilación impuesta, de aculturación brutal basado en la negación de la condición de persona de todo otro, en la negación de reconocimiento, de valor a cuanto es y cree el otro.
Pero tampoco se persigue en serio la integración si olvidamos la situación de asimetría en la relación de acogida que se da en los procesos de inmigración a los países de la UE. Nosotros estamos en la mejor posición, en la de dominio, y por ello tenemos la carga de enseñar las reglas de juego (y parte importante de ello son los derechos y los deberes de quienes vienen de fuera) y de comenzar nosotros por reconocer nuestros deberes, antes que exigirlos por la vía de la amenaza, de la imposición, a quien es estigmatizado de entrada como sospechoso de ponerlos en peligro aunque ni siquiera le hayamos dado la oportunidad, no ya de pronunciarse sobre ellos, sino de conocerlos siquiera. Quienes estamos en la posición de poder, insisto, somos los obligados a empezar y esta es una consecuencia que no se destaca en planteamientos como los de Sartori, Todd o incluso Agnes Heller. La sociedad de acogida debe dar el primer paso, que no es el de la tolerancia, la condescendencia paternalista o los buenos modales propios de la gente civilizada, sino el de la garantía de derechos y, por tanto, la iniciativa a la hora de enseñarlos -como también, desde luego, de enseñar los deberes-. Esto tiene particular importancia desde el punto de vista de la relación entre integración y reconocimiento de derechos (que no son una consecuencia, sino una condición para la integración) y en particular acerca de la atribución de derechos políticos.
Sólo desde una perspectiva rabiosamente etnicista, que sostenga la presunción de que la sociedad de acogida es siempre superior, a la par que homogénea, en esa identidad superior -al menos cultural- mente, se dice- y que esa superioridad y homogeneidad no precisan ser discutidas, sólo desde esos puntos de partida, insisto, puede defenderse la viabilidad de semejante modelo, cuya conclusión a propósito de la inmigración es que hay que acoger sólo a quienes cumplan dos condiciones: ser útiles en nuestro mercado de trabajo y ser fácilmente integrables porque están más próximos a nuestra cultura, a nuestra civilización. Por eso su preferencia por la inmigración del Este o en todo caso por la latinoamericana. De nuevo un análisis simplista de las diferencias culturales que parece ignorar la diversidad cultural que existe entre las sociedades latinas y las eslavas, o dentro de estas últimas.
La integración no se persigue, pues, si se mantienen los fototipos, el mecanismo de sospecha que hace de todo extranjero -hoy, el extranjero es el extracomunitario pobre- sujeto de sospecha y, por ello, se sostiene la consecuencia natural de que la discriminación en el trato, la no equiparación en derechos, está justificada. Que subsisten los fototipos en la ley lo prueban, por ejemplo, el artículo 3.2, que lanza el mensaje de que las otras identidades culturales (al parecer, no la nuestra) son el origen de violaciones de los derechos humanos. Fototipo es también el modelo de reagrupamiento familiar del articulo 17 a), en el que se excluye un modelo de familia, como si nosotros tuviéramos a nuestra vez un único y necesario modelo. Dicho a las claras, toda diferencia cultural es sospechosa de incompatibilidad con los derechos humanos. Y esto se sostiene como si, por ejemplo, la violencia doméstica o el abandono de los ancianos -tan arraigados en ciertos hábitos culturales que son muy nuestros- no fueran atentados a derechos elementales. Lo cierto es que la mayor parte de las violaciones de derechos las sufren los inmigrantes, y no al revés, aunque sean tan cotidianas que resulten invisibles hasta que se produce el estallido. Los preceptos que transmiten fototipos como esos deberían desaparecer.

2. Definir un modelo claro de inmigración. Otro aspecto en el que la ley muestra a las claras su insuficiencia es en la respuesta que ofrece a la pregunta ¿a qué inmigrantes queremos recibir y, por tanto, integrar? La respuesta de la ley es clara sólo a medias, y sigue con la indecisión que ha caracterizado la política de todos los gobiernos desde 1985, como ha explicado A. Izquierdo..
En principio, se trataría de los inmigrantes que cumplan dos condiciones: 1) que se ajusten a las demandas de nuestro mercado de trabajo -los profesionales que necesitamos, aunque en su mayoría hoy se busca sobre todo mano de obra sin cualificar-, y, además, 2) que sean fáciles de integrar porque no presentan diferencias culturales relevantes. Pues bien, aunque aceptáramos ese perfil (y ya he apuntado algunas críticas), no es tan fácil concretarlo, y la propia ley no ayuda mucho. Por ejemplo, no se sabe bien si se 0pta por un modelo de inmigración de asentamiento, como podría sugerir el novedoso mecanismo de empadronamiento, que es clave en el reconocimiento de derechos, o por el tan criticado modelo de cuotas, que apuntaría hacia una inmigración de retomo, aunque en la ley no están los mecanismos que garantizarían una auténtica inmigración de ida y vuelta. Al faltar esas condiciones, el sistema de cuotas parece abocado a sucesivos procesos de regularización, la prueba más clara de su fracaso.

3. Revisar el vínculo entre inmigración, trabajo formal y ciudadanía.
En buena medida, el problema, corno han apuntado los trabajos del grupo lOE, es que no se reconoce a los inmigrantes su condición de trabajadores en sentido pleno (y por ende, a priori, como trataré de hacer ver, la de ciudadanos). Esto remite a un debate de enorme calado sobre la definición del vinculo de trabajo y, por ejemplo, sobre el papel de los sindicatos en ese nuevo escenario que supera, desde luego, las posibilidades y el sentido mismo de la ley.

El derecho a tener derechos.
Pero es que, además, la ley institucionaliza la discriminación de género a través de la relación entre estatuto de legalidad y trabajo formal. Como el paradigma de "integrable" es el trabajador que demanda el mercado formal de trabajo (haciendo caso omiso de la economía sumergida, por supuesto), hay una segunda restricción que afecta a las mujeres inmigrantes, que a la luz de la ley siguen siendo sujetos subordinados -por ejemplo, parece como si las mujeres sólo emigrasen por vía del reagrupamiento familiar- Su ámbito de trabajo es preferentemente el privado -algo que las mujeres del primer mundo han superado ya al menos en línea de principio- y por eso no adquiere la condición de trabajo formal. Por tanto, no recibe el reconocimiento en derechos que se atribuye al trabajador. El caso del servicio doméstico- obviamente, el de la prostitución también- es el más claro a propósito de este argumento.

4. Eliminar la estigmatización de los inmigrantes irregulares y ofrecer una respuesta adecuada a la inmigración clandestina. Lo más importante, a la par que lo más criticable, es que la ley enfatiza la identificación como "inmigrante malo" (en realidad, como el "malo" de toda esta historia, aunque poco a poco va siendo sustituido por el mafioso que trafica con él) al irregular, al que algunos siguen empeñados en denominar "ilegal", y no hay ingenuidad en esa utilización del lenguaje. Por eso, no hay obligación de integrar, sino de expulsar, y por cierto que el titulo III relativo a las sanciones (artículos 46 a 59) es desproporcionadamente duro en la calificación de conductas que constituyen infracciones y - en las correspondiente sanciones, - un ámbito a revisar, como también lo es, pese a la rectificación que supone el artículo 56.2 respecto a los anteriores de, el - mantenimiento de esos Centros de Internamiento de Extranjeros, poco justificable tertium genus entre la prisión y el centro asistencial. Como he recordado antes, la integración supone una relación con los derechos que no es la que propone la ley y eso se pone de relieve, sobre todo, a propósito de los irregulares. Garantizar los derechos elementales que aseguran las necesidades básicas, como ha mostrado Añón, es la primera condición, necesaria aunque insuficiente, de la integración. Por eso hay que empezar por los papeles por el derecho a tener derechos es decir, por un estatuto jurídico estable y seguro, y aquí se plantea el sentido de la distinción entre el contrato de ciudadanía y el de extranjería (definido siempre como provisional, a término, inseguro, inestable y parcial). A continuación, hay que atender a la integración en el trabajo, en condiciones de igualdad con los nacionales; e inmediatamente los demás derechos: no tienen sentido restricciones como la del artículo 12 que sólo reconoce el derecho a la salud, tout court, a los inmigrantes legales y a los menores de edad; tampoco el 12.4, que omite el derecho de las mujeres inmigrantes a la interrupción del embarazo.
Pero el problema es más de fondo. Mientras no haya política de inmigración en serio no cesara la inmigración clandestina. El primer paso es no criminalizar a esos inmigrantes, pues los únicos delincuentes son quienes trafican - a su costa, con ellos, como por fin se ha empezado a reconocer, por ejemplo, en la cumbre extraordinaria de Tampere.
Además, hay que garantizarles los derechos que teóricamente atribuimos a todos los seres humanos: la ley da tímidos pasos, pero hay que avanzar en ese terreno: por ejemplo, en el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda. La inmigración es mucho más que una cuestión de Estado. Por eso precisa de un plus de legitimidad, de consenso. El acuerdo de unas fuerzas políticas que en aritmética parlamentaria sean mayoritarias, incluso hegemónicas, no es razón suficiente para garantizar ese plus de legitimidad, de consenso. Si no querernos que el consenso sea una manera de estrangular el pluralismo, si queremos civilizar la confusión entre hegemonía y consenso, hay que dar curso legal a la pluralidad. La clave esta en la unión, no en la unidad, es decir, en un acuerdo que de voz al disenso hasta el máximo posible, en lugar de eliminarlo a priori con el tautológico argumento de su carácter minoritario. Del mismo modo que es inimaginable hoy que la respuesta a la inmigración no tenga el respaldo del grupo parlamentario que cuenta con la mayoría absoluta, también lo es una reforma que se haga al margen del resto de los grupos que representan las opciones poli ticas de los ciudadanos.

Más allá de la ley (y quizá de este mundo): condiciones para una política de inmigración.

La inmigración, como se ha recordado, es un fenómeno global, y eso quiere decir ante todo que no es sectorial, como hasta hoy la entienden la mayor parte de las respuestas ofrecidas, que se mantienen en el ámbito laboral, cuando no en el policial solamente. Además, corno fenómeno global, es complejo, y no puede enfocarse con soluciones monocausales, sólo desde el Derecho, sólo mediante la cooperación, sólo mediante la solidaridad social. Por eso, en primer lugar, hay que reformar la ley, o, mejor, completarla, para garantizar un tratamiento coordinado, condición de cualquier política global.
Pero es evidente que ni esta ley ni ninguna otra puede asegurar una condición concluyente para el tratamiento de la inmigración como fenómeno global, que es tratar de dar respuesta a las causas de la inmigración, lo que exige una actuación que vincule inmigración y codesarrollo, para gestionar la inmigración como una oportunidad para todas las partes implicadas, tal y como se va abriendo camino en la UE a partir de la experiencia francesa y desde las recomendaciones de Tampere. Esa actuación exige garantías para que no se instrumentalice como cooperación lo que en realidad es interés por el beneficio del mercado interno, si no de determinadas empresas. Garantías también para evitar que esas políticas sigan el mismo destino que en tantas ocasiones han vivido las ayudas de cooperación, es decir, el enriquecimiento de elites corruptas de los países de origen de la inmigración, por supuesto, con la complicidad de los Gobiernos (y de las empresas) que prestan tales ayudas. No quiero abundar en la manida tesis según la cual las políticas de codesarrollo, como las de cooperación, serían un error por cuanto la situación de miseria que padecen las sociedades que proporcionan los flujos migratorios se debería casi exclusivamente a la corrupción, ineficacia e incapacidad para la democracia de esas naciones no civilizadas, tal y como se empeñan en presentarlas buena parte de los medios de comunicación. Por lo mismo, la denominada "cláusula democrática" de tales políticas, es una condición plausible, pero que debe ser objeto de minucioso seguimiento para evitar que se convierta en doble rasero. En todo caso es cierto que ese tratamiento global sólo está al alcance de un ámbito de acción supraestatal, el de la UE.
Y eso no es todo. La cuestión más ardua, la verdadera razón de la globalidad de la inmigración es otra: los cambios en los flujos migratorios, de sus características y de su número, obligan sobre todo a volver a plantear los términos mismos del vínculo social y político. Comenzando por la aceptación en serio de la pluralidad (de la pluralidad de verdad, la de los otros que son los inmigrantes) como condición de partida para la participación más aun, para la construcción del espacio público. Por eso, salvo que se sostenga una visión radicalmente liberal, hay que aceptar que esa diversidad supone toda vía hoy discriminación a la hora de acceder en condiciones de igualdad a la arena pública. Por eso, una verdadera política de inmigración exige revisar la diferencia entre contrato de ciudadanía y contrato de extranjería, y esta es una tarea de enorme complejidad, porque ataca a. los fundamentos mismos de la ortodoxia política y jurídica que exige revisar la auténtica "jaula de hierro del sujeto político de la modernidad, que vincula ciudadanía, nacionalidad" y trabajo formal y ha contribuido a un modelo institucional de exclusión de buena parte de la población. Además, es una tarea compleja porque no puede ser emprendida en solitario, en un solo país, menos aun si hablamos de Estados de la UE. Es cierto que, por volver a la ley, ésta parece recuperar (tímidamente) un viejo principio democrático invocado por los revolucionarios de las colonias inglesas en Norteamérica: no taxation without representation, particularmente aplicable a quienes contribuyen con su trabajo y sus impuestos a incrementar nuestra riqueza y bienestar (300.000 cotizantes a la Seguridad Social, por dar un dato). Lo más positivo, en ese sentido, es el reconocimiento de derechos políticos en el ámbito municipal, como hace el artículo 6 y el complemento que ofrece el artículo 62 (a propósito del apoyo al movimiento asociativo), que además suponen una vía importante para hacer efectiva la justiciabilidad de los derechos, pero ni siquiera se les da entrada en el Consejo Superior de Política de Inmigración (el órgano decisorio, no sólo consultivo, como el Foro). Por eso, insisto, ese marco legal es insuficiente.
Es hora de abandonar el modelo paternalista y de aceptar que el reconocimiento y la garantía de los derechos políticos es también requisito de la integración en serio. Ha llegado la hora de tomar en serio la participación de los inmigrantes en la producción del Derecho que luego sufren, en la elaboración de la agenda pública, en la toma de decisiones. Con todo, es necesario reconocer que esos pasos no pueden darse por un Estado aisladamente, sino al menos por la UE. Probablemente, en ese sentido, una parte importante de esas reformas no está al alcance de este mundo, de un orden social, económico y político que (disfrazado de) se resiste a perecer para alumbrar algo más digno (cedo al tópico: más utópico) de lo que se supone debiera ser propio del siglo XXI, al menos en la medida en que ese futuro deba y pueda pretender dosis de utopía.

Javier de Lucas.

 
 

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